Imagine este escenario de Lucas 17: Jesús iba de camino a Jerusalén mientras el momento de su crucifixión estaba cerca. Cuando pasó entre Samaria y Galilea, se acercó a un pueblo anónimo. Y fuera de ese pueblo, estaban acampando diez leprosos terriblemente escuálidos y avergonzados.
Evidentemente, nueve de estos leprosos eran judíos y uno era samaritano. Ahora, los judíos de ese día ni siquiera tocaban a los samaritanos, así que mucho menos vivían con ellos. Pero al parecer el dolor común de estos diez les había unido en una miseria compartida.
Si has estudiado sobre la lepra alguna vez, puedes imaginar las sórdidas condiciones en que estaban. Lo que vemos cada día en grandes ciudades del mundo, como por ejemplo en Nueva York es bastante malo. En la calle 41, cerca de la entrada del Túnel Lincoln, se alinean cabañas provisionales en la calle, a lo largo de una cuadra de la ciudad. Son chozas de cartón - cajas de refrigerador cubiertas con trapos. Ves colchones sucios; podridos, ropa rasgada; basura sin valor amontonada encima de éstas “casas” lastimosas. Es una pequeña ciudad llena de piojos, cucarachas, ratas, drogas, alcohol, SIDA, enfermedad desenfrenada, y peleas constantes.
Pero créeme - ¡esas chozas son palacios comparadas con las condiciones terribles de los diez leprosos que vivían en los días de Jesús! Estos hombres no tenían cheques por invalidez, ni bienestar social, ninguna estampilla para comida, ni hospitalización, ni red de seguridad social. Habían sido totalmente abandonados por la sociedad.
Eran deambulantes desamparados - obligados a vivir en un campamento aislado fuera del pueblo. Por ley se les pedía a los leprosos quedarse por lo menos a 100 pasos (200-300 pies) de todos los demás. Cuándo la gente caminaba cerca, ellos tenían que gritar: “¡Inmundo, inmundo!”
Dependiendo de cuánto tiempo habían sido leprosos, algunos habían perdido dedos de las manos, dedos de los pies, orejas, dientes, brazos, y nariz. Su carne estaba cruda y podrida – y el hedor y verlos era insufrible. Estos hombres pedían, robaban, y comían la comida que otros ni siquiera miraban. Probablemente vivían de los vertederos de basura.
Pero lo que atormentaba a estos desechados la mayor parte del tiempo era el recuerdo persistente de sus seres queridos que tenían que dejar atrás cuando el sacerdote los pronunciaba leprosos.
Perdieron a sus amantes esposas y la risa, adorables hijos que una vez retozaban con ellos.
Perdieron casas, carreras, el respeto y toda esperanza de ser útiles. Algunos de ellos probablemente habían sido judíos fieles, arraigados en la tradición de la iglesia. Pero ahora estaban acampando fuera de este pueblo anónimo, llevando una existencia desoladora, solitaria y de vergüenza indecible.
Continuara...
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