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jueves, 8 de octubre de 2009
HE TRABAJADO EN VANO II
Te sorprendería saber que Jesus experimentó
este mismo sentir de que había logrado poco?
En Isaias 49:4 leemos estas palabras: “Pero yo dije: “Por demás he trabajado; en vano y sin provecho he agotado mis fuerzas…” Note que estas no son las palabras de Isaías quien fue llamado por Dios en una edad madura. No, son las palabras de Cristo, pronunciadas por Uno “… llamó desde el vientre; desde las entrañas de mi madre… Jehová, el que me formó desde el vientre para ser su siervo, para hacer volver a él a Jacob y para congregarle a Israel” (49:1, 5).
Cuando llegué a este pasage, uno que he leido muchas veces anteriormente, mi corazón estaba asombrado. Casi no podía creer lo que estaba leyendo. Las palabras de Jesus sobre “trabajar en vano” eran una respuesta al Padre, quien había declarado, “… Mi siervo eres,… porque en ti me gloriaré” (49:3). Leemos la sorprendente respuesta de Jesús en el próximo verso: “…Por demás he trabajado; en vano y sin provecho he agotado mis fuerzas.” (49:4).
Después de haber leído esto, me puse de pie en mi estudio y dije, “Que maravilloso. Apenas puedo creer que Cristo fuera tan vulnerable confesandole al Padre que estaba pasando lo que nosotros los humanos confrontamos. En su humanidad, el probó el mismo desanimo, el mismo desaliento, el mismo sufrimiento. Estaba teniendo los mismos pensamientos que he tenido sobre mi propia vida: “Esto no es lo que yo percibi que se me habia prometido. He malgastado mis fuerzas. Todo ha sido en vano.”
Al Leer esas palabras me hizo amar a Jesus aún más. Comprendí que Hebreos 4:15 no era solo un cliché: nuestro Salvador realmente se compadece de nuestros males, y fue tentado en todas maneras como nosotros, pero sin pecado. El había conocido esta misma tentación de Satanás, oyendo la misma voz acusadora: Tu misión no ha sido cumplida. Tu vida ha sido un fracaso. No tienes nada que mostrar por todo tu trabajo.”
¿Cuál era exactamente la misión de Cristo? Según Isaias, era traer a Israel otra vez a Dios, volver las tribus de Jacob de su maldad e idolotría: “…restaurar el resto de Israel”; (49:6). El historiador Josephus escribió sobre la condición de Israel en los días de Jesús: “La nación judía se habia tornado tan malvada y corrupta en los tiempos de Cristo, que si los Romanos no los hubiesen destruido, Dios hubiese llovido fuego del cielo, como en el tiempo antiguo, para consumirlos.” En resumen, Cristo fue enviado como un judio entre judios, a liberar al pueblo de Dios del poder del pecado y liberar a cada cautivo.
Jesús testificó, “Me puso por saeta aguda, me guardó en su aljaba” (49:2). El Padre lo había preparado desde la fundación del mundo. Y el mandato dado a Cristo era claro: “Y puso mi boca como espada afilada” (49:2). Jesús habría de predicar una palabra tan afilada como una espada de doble filo que pudiese atravesar el más duro de los corazones.
Así que Cristo vino al mundo para cumplir la voluntad de Dios reviviendo a Israel. E hizo tal y como le fue ordenado, sin una sola palabra pronunciada o hazaña hecha sin la dirección del Padre. Jesús estaba en el mismo centro de la voluntad del Padre, teniendo total autoridad y el mas poderoso mensaje. Pero Israel lo rechazó: “A lo suyo vino, pero los suyos no lo recibieron” (Juan 1:11).
Piensa en esto: Jesús le predicó a una generación que vió milagros increíbles: ojos ciegos se abrieron, oidos sordos oyeron, los lisiados caminaron. Sin embargo, los milagros de Cristo fueron repudiados y empequeñezidos, y sus palabras fueron ignoradas, sin poder traspasar los corazones endurecidos de la gente. Es más, su predica solo logró enfurecer a las sectas religiosas. Sus propios seguidores decidieron que su palabara era muy dura y se alejaron de El (vea Juan 6:66). Al final, hasta sus discipulos más cercanos, los doce escogidos, lo abandonaron. Y la nación que Jesús vino a reunir con el Padre gritó, “Crucifiquenlo.”
Para cualquier ojo humano, Jesús fracasó toltalmente en su misión. Lo encontramos al final de su ministerio de pie sobre Jerusalén, lamentando el rechazo de Israel, llorando sobre su aparente fracaso de reunirlos, su esperanzas aparentemente quebradas. “¡Jerusalén, Jerusalén,… ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, pero no quisiste!” Vuestra casa os es dejada desierta” (Mateo 23:37-38).
Imaginate el dolor que Cristo sintio al decir esas palabaras. Solo puedo especular, pero creo que este fue el momento en que Jesus clamó, “He trabajado en vano.” Veo a Satanas susurrandole en ese momento, “Aquí está la casa que fuiste llamado a salvar y la has dejado desolada.”
Pero por un corta temporada, Cristo fue permitido por el Padre a sentir esa desesperación humana sobre un sentido de fracaso en la vida: “Lo he dado todo, mis fuerzas, mis labores, mi obediencia. ¿Qué más pude hacer para slavar a esta gente? Toda mi labor ha sido en vano.” Sintió lo que todo guerrero de Dios sintió a través de las edades: la tentación de acusarse a si mismo de fracaso, cuando un mandato claro de Dios no parece haberse cumplido.
Continuará.
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