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martes, 29 de septiembre de 2009

MARCAS DE UN DISCIPULO PARTE 2




¿Cómo vamos en el Camino del Discipulado? Ser semejante a Cristo es un Camino; no es una experiencia, una iluminación o un evento espiritual. Tenemos que seguir caminando todos los días, avanzando siempre pero nunca “llegando” a un estado de perfección total (véase Fil. 3:10-14) como enseñan algunas religiones orientales. Nadie llegará a ser perfecto siguiendo esa promesa falsa de la serpiente en Gén. 3:1-6.

Tenemos que seguir aprendiendo más y más del Evangelio, esas Buenas Nuevas del Reino que predicaron Jesucristo y Sus apóstoles. Cada día que vivimos es una aplicación fresca de ese mensaje de Cristo. Nunca dejamos de beber de esa Fuente de Gracia. Siempre necesitamos Su poder libertador en nuestras vidas mientras estamos en estos cuerpos.
Otra marca inconfundible del discipulado es el perdón que damos a otros en semejanza a nuestro Señor. Jesús habló muchas veces sobre la necesidad de perdonarnos. Su oración modelo lo relaciona con el perdón que pedimos de Dios por nuestros pecados (diarios). “Perdónanos nuestras deudas, como también hemos perdonado a nuestros deudores…” (Mateo 6:12). Notemos el tiempo pasado: hemos perdonado. Esto implica que hacemos esto antes de orar. No es “como también voy a perdonar a mis deudores”. Los versículos que siguen al Padre Nuestro muestran esto claramente. “Porque si perdonáis a los hombres sus transgresiones, también vuestro Padre celestial os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los hombres (antes de orar), tampoco vuestro Padre perdonará vuestras transgresiones (diarias) ” (Mateo 6:14,15 y Marcos 11:25,26).
Esta marca es imprescindible, ya que a diario estamos en necesidad de la promesa de I Juan 1:9: “Si confesamos nuestros pecados, El es fiel y justo para perdonarnos los pecados (diarios) y limpiarnos de toda maldad”. Parece ser que pocos creemos la seriedad del asunto del perdón.
Jesús contó dos parábolas para dar el énfasis debido. Una era para ilustrar lo que significa el perdón sin límites. Cuando Pedro le preguntó si tenían que perdonar “hasta siete veces”, Cristo le contestó que perdonaran “hasta setenta veces siete”. Luego le contó de un rey que arreglaba sus cuentas (deudas) con sus deudores y cómo perdonó a un hombre que le debía una fortuna inmensa porque no podía pagar y pidió misericordia. Pero al salir, se agarró de un deudor suyo que le debía unos cuatro meses de salario mínimo y tampoco podía pagar. Al pedir misericordia éste, aquél le echó en la cárcel. Al oír esto el rey, le recriminó con estas palabras: “No deberías tú también haberte compadecido de tu consiervo así como yo me compadecí de ti?” (Mateo 18:21-35). ¿No es claro que el perdón es esencial para la relación con un Dios perdonador (Salmo 86:5)?
La segunda parábola se encuentra en Lucas 7:40-43 donde había dos deudores. El primero debía casi dos años de salario de un jornalero y el otro, menos de dos meses de salario mínimo. La pregunta era cuál de ellos amaría más al que lo perdonó. La respuesta correcta era el que había sido perdonado más. Esta parábola puede ser la clave del problema de aquellos que no perdonan a otros: tal vez no ven cuán grande era su deuda con Dios y por esto son duros con los que consideran “peores pecadores” que ellos.

Yo creo que la raíz del problema del rencor y el resentimiento contra los que han hecho algo malo contra nosotros o nuestro cónyuge o nuestros hijos, es que nos creemos mejores, no tan pecadores, y así capaces no sólo de juzgar a otros sino de vengarnos. No abiertamente, por supuesto, pero con chismes, quejas, o acusaciones asesinamos el carácter del que nos ofendió.
Cristo habló de la necesidad de perdonarlos. No es opcional si queremos que El nos perdone nuestros pecados (diarios). Pablo lo enseñó también: “Soportándonos unos a otros, perdonándonos unos a otros, si alguno tiene queja contra otro; como Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros” (Col. 3:13 y Ef. 4:32). ¿Cómo nos perdonó Cristo? Totalmente. Y no recuerda esos pecados contra nosotros tampoco (Heb. 10:17). ¿Difícil? ¡Imposible! sin la gracia de Su transformación del viejo al nuevo hombre descrito en Colosenses 3:9,10: “Habéis despojado al hombre viejo con sus malos hábitos y os habéis vestido del hombre nuevo, el cual se va renovando hacia un verdadero conocimiento, conforme a la imagen de aquel que lo creó”.
Si en verdad queremos cambiar en esta marca del perdón, necesitamos tomar Su yugo y aprender de El cómo reaccionar y luego actuar como Cristo quiere. Nada te ayudará más a quitar el rencor de las ofensas que seguir las enseñanzas del Sermón del Monte sobre cómo enfrentar las ofensas. Mateo 5:38-48 nos muestra la actitud correcta hacia los “malos” y lo resume con estas palabras:
“Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos.”
Otras versiones añaden: “…Bendecid a los que os maldigan y haced bien a los que os aborrecen… ” Recuerda que fue Jesús quien oró en la misma cruz, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Si no podemos hacer estas cosas, no estamos perdonando tampoco. Y si no perdonamos, si guardamos rencores y resentimientos, si no olvidamos las ofensas o si no amamos, ¿cómo vamos a tener la confianza para pedir perdón a Dios? Sólo el que nunca peca puede darse el lujo de no perdonar.
Sí, esta marca de un discípulo es muy difícil, pero es cómo llegamos a ser como nuestro Maestro. No debemos engañarnos en estas cosas del discipulado verdadero. Es imprescindible aprender a perdonar a los que nos ofenden, sean los incrédulos o los hermanos en la familia de Dios. Cómo me cuesta esto.
La falta de perdón es un obstáculo enorme que bloquea la gracia de Dios como el colesterol que se acumula en las arterias y bloquea el libre paso de la sangre al corazón. Los resentimientos vivos, el rencor presente y la molestia que uno siente son síntomas de esto en nuestro sistema sanguíneo espiritual. Sólo cuando confesamos nuestro pecado de no perdonar y perdonamos con una declaración de nuestra voluntad, en verdad perdonamos a tal persona y ofensa y nos sanamos de ese mal.
Hagamos la lucha de ayudarnos a no endurecernos ni dejar una raíz de amargura que puede contaminar a muchos (Heb. 3:13; 12:15) en nuestra gran familia espiritual mediante la práctica del perdón personal y pidiendo que Dios los perdone también. Así somos Sus discípulos verdaderos.

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